Puerto deportivo de Ribadeo |
Llega el momento de la despedida. Más de un año de crónicas diarias o semanales me han permitido mantener un diálogo con amigos y amigos de amigos. Pero también un diálogo con la realidad, con los paisajes del día, con los dramas y las alegrías de tantos. Fruto de ese convivir y pensar ha sido el libro Diario de un confinado en Olavide. Y como los seguidores de estas notas saben, el Diario que terminaba justo con el final del confinamiento tuvo que reabrirse cuando al autor le llegó al alma volver a ser confinado al llegar con los primeros compases del verano a Ribadeo, su lugar de vacaciones. Las crónicas ya no eran diarias, sino semanales. El cierre final coincidió con otro momento particular. Resulta que me vacunaron. Y este epílogo no es más que el broche, la guinda de lo que puede resultar una edición completa y en libro del Diario. Y curiosamente termino de escribirlo en el mismo Ribadeo. Para que todo cuadre.
Han sido muchas las veces de ponerme a cerrar este punto y final. Aprovechando los primeros viajes fuera de casa. Con la intención de encontrar una voz digna de una despedida con mis amigos lectores. El primer viaje fue a la Sierra Norte de Guadalajara. Creí encontrar un acento bucólico, serrano para el adiós. Contemplar esas enormes extensiones de piedras pizarrosas, de campos plenos de amapolas y de horizontes definidos por la despoblación daban al borrador un tono desesperanzado, un aire noventayochista. Pero también con la ilusión de pensar que tenemos mucho que hacer. Que hay una vía verde para reconstruir el país. Un proyecto de reforma económica que ponga el valor en la calidad de vida. El aire, el agua, la energía verde. Al final dejé de escribir y me conjuré para buscar otra letra y otra música que no estuviese tan influida por la dulzaina y el tamboril.
Luego tocó viajar al Mediterráneo. Una semana en Alicante. Encuentros familiares en la finca de mis primos. Carreteras y calles que forman una malla indescifrable. El horizonte, la línea del cielo de ciencia ficción que supone la visión de Benidorm desde las alturas de la AP7. La visita a Jávea para ver a mis queridos cuñados de Jesús Pobre, el pueblo con el nombre más evangélico de España. El chapuzón en las aguas. Los arroces y buenos vinos de moscatel. Demasiado caos visual y emocional para acertar con el tono, para mover el pañuelo de la despedida nostálgica. Me dio por pensar en la industria turística. En la trampa que nos encoge el futuro económico. Ese gatuperio de negocios inmobiliarios, hosteleros, de camareros y albañiles. No.
En estos tiempos muchas veces pesaba en mi ánimo imaginarme la estancia en una cama de hospital de alguien cercano. Otras la alegría de saber de la recuperación de un amigo o un familiar. Realmente es un espanto darse cuenta lo fácil que hubiera sido que la infección te llegase a ti. Una cuestión de suerte. Suerte mulana que nos decían en el viejo Sáhara español los compañeros nativos del territorio.
Mientras tanto el mundo ha cambiado de base y parece como si un ciclón hubiese puesto el escenario patas arriba. Por primera vez en muchos años se habla del riesgo de inflación o vemos cómo los bancos centrales emiten moneda para financiar la salida de la crisis. O, más difícil todavía, contemplar como los grandes gobiernos neoliberales del mundo recomiendan subir los impuestos. Cosas veredes, amigo Sancho. Frase que por cierto y como casi todo el mundo ignora nunca escribió Cervantes.
Durante unos meses nos hemos concentrado en el drama de la pandemia. Poner la atención en un tema nos permite estimular la creatividad, reflexionar correctamente y entender los acontecimientos. Superada la prueba retornamos al caos. Al baño en realidades confusas, múltiples y heterogéneas. Con lo que la atención se pierde. Somos objeto de todo tipo de manipulaciones pues apenas podemos concentrarnos. Nuestras cabezas bullen. De miedos, de incógnitas o de aburrimiento. Es lo que nos pasa cuando entramos en Netflix y nos bombardean con infinitas ofertas de nuevas series o películas. Nos abruman. Nos intoxican con novedades. Crean en nosotros una especie de angustia existencial por perdernos algo, al final escondido. De ahí la llamada a los amigos. La petición de recomendaciones. La autonomía, la libertad personal resulta que no sirve para nada. Por cierto, ya que estamos, no se pierdan una serie que se llama Mare of Easttown o algo así. Y otra que se titula Fragile. La primera en HBO. La segunda en Filmin.
Y en España pues ya saben. Seguinos enrollados con asuntos menores sin capacidad para hincar el diente en proyectos de transformación necesarios y viables. El ruido del indulto, las facturas de la luz y esa promesa evanescente de los fondos europeos que nos van a salvar el futuro. O, todavía peor, embarcados en pleitos como el de las terrazas en la calzada que tenemos en Madrid envenenando nuestras vidas. Me van a creer si les digo que ha sido este año la primera vez que marcho de vacaciones con la sensación de ir al exilio. Un exilio agradecido y confuso. Cómo abandonar el frente derrotado pero vivo. No se si me entienden.
De esta pandemia vamos a salir todos perdiendo. Algunos más que otros, cierto. Pero creo que ignoramos el valor principal de la pérdida. No es tanto el precio en vidas humanas. Ni en economías. Puede que ni siquiera en deterioro de los servicios públicos a pesar del enorme impacto que está teniendo en la atención sanitaria por ejemplo o en el retardo en la formación de una generación de estudiantes y alumnos de todos los niveles de la enseñanza. Creo que la peor pérdida es la de la confianza social. El grado de desconfianza hacia las instituciones públicas, hacia el mundo empresarial, hacia la información y la comunicación social. Desconfianza comunitaria. Ha crecido de forma bestial la demanda de control policial. Todos queremos que controlen la enorme cantidad de infracciones que nos hemos inventado forzosamente. El invento del policía de balcón ha venido para quedarse. Nos va a costar normalizar las relaciones.
Espero que una nueva generación sea capaz de recuperar el tejido vital de las relaciones vecinales. Dar valor a la diversidad. Respetar al diferente. Defender al débil. La mía, mi generación, ha pasado a mejor vida.
Desde mi largo verano casi boreal, ese momento español en el que empieza el verano y aquí, en Ribadeo, vamos camino del otoño, reciban un abrazo de este que les quiere y recuerda.
Ángel