18 de septiembre de 2020
El Diario de un confinado en Olavide empezaba con la historia de un madrileño que junto con su familia se desplazaba por España para infectar a medio país.
Estos apuntes empiezan precisando que aquel madrileño se ha transformado en un pobre inmigrante que por su mala vida contagia a los clientes del restaurante en el que trabaja como camarero y a los viejecitos a quienes limpia el culo por las noches en su segundo trabajo en casas particulares del barrio de Salamanca.
Ya sabrán que por la mala cabeza del primer madrileño se tuvo que confinar al país entero. Para la maldad congénita del madrileño inmigrante del cuento de nuestros días solo se va a confinar a los barrios en los que vive. Lo de marzo fue amputación en toda regla. Lo decretado hoy por la Comunidad en la que trabaja la confusa Ayuso es cirugía de precisión asistida por ordenador. Es lo que tiene el paso del tiempo. Los barberos se convierten en cirujanos doctorados.
Esperemos que el moderno tratamiento obtenga buenos resultados. Pero no me van a negar que si el confinamiento general fue brutal, una luz cegadora, un disparo de nieve, como cantaba Silvio, lo de hoy tiene un tufo clasista, un aire de castigo que tumba las conciencias.
Esta noche pasada tuve un sueño. Me asusté de recordarlo casi entero. Y procuré escribirlo con urgencia desconfiando de mi memoria mañanera.
Tenía la intención de revisarlo con cierta actitud literaria pues era consciente de que contenía un mensaje, una visión. Creo que no. Me he limitado a reproducirlo en su integridad y originalidad inicial. Sólo he hecho alguna corrección de estilo para compensar su escritura rápida y nerviosa
Aquí va.
Me despierto de un sueño muy largo y extraño. Tengo necesidad de escribir rápidamente lo soñado pues intuyo que tiene algún sentido. Estamos caminando Isabel y yo por una ciudad que parece y no parece Madrid. Pasamos delante de una tienda con muchos mostradores alineados con libros. Desde las ventanas del comercio vemos que en cada mostrador hay un funcionario vestido como en la Oficina Siniestra de la vieja Codorniz. En la puerta hay un gran perro pastor alemán que nos habla. Si entráis aquí se acabarán vuestras desdichas. Pero no entramos. Seguimos y nos paramos a hablar con una familia que tiene dos niños. Uno de ellos va en un carrito de bebé y está constantemente echando mocos y tosiendo. Cuando te acercas a él te lanza una lluvia de escupitajos. Pero no te molestas. Estáis como en el claustro de una iglesia muy moderna de ladrillos. Muy alta. Y alguien te dice que aquello en su día fue un gran hotel para americanos.
La familia ha desaparecido e Isabel también. Te angustias y recorres las calles de tus últimos pasos. Calles que no identificas. No sabes realmente donde has estado. Te dices a ti mismo que con los nervios te has debido equivocar de camino.
Se te ocurre llamarla por teléfono. Pero el teléfono no lo entiendes. Es como una pantalla con dibujos y esquemas que no tienen sentido. Como si fuese un cómic. Se te pasa por la cabeza utilizar la voz. Llama a Isabel. El teléfono te va responder que Isabel no va a querer hablar contigo. Déjala en paz.
Parece que eso te calma. Sigues andando. Ves como un grupo de personas van formando como un coro en una esquina. Te acercas. Te parecen como rusos o polacos o de algún país del este. No cantan. Recitan como salmos. Y hablan de los supermercados de su país. Dicen que se quedaban dormidos en las colas. Y que hoy son felices de encontrarse en esta ciudad mágica. Nadie compra. Vas por las calles y te apuntas a una olla popular. Tu eliges. Sabes que en tal sitio tienen arroz. En tal otro lentejas. Y en todos te reciben bien. La gente se agrupa por orígenes o por simpatías. Los rumanos, los afganos. Los amantes de las gaitas. Los rubios. Los de las bicis. Cada cual a su bola.
Reina la paz. La ciudad es como un campamento hippy. Se me ha olvidado donde vivo. Pero no me importa. Intuyo que podré entrar cuando me canse en cualquier casa a ponerme a dormir en cualquier cuarto. Es como si todo fuese fácil y seguro. Parece como si estuviese viviendo en un país sin clases. Sin trabajo. Todo el mundo va vestido modestamente. No veo policías. Todos me parecen jóvenes.
En esas me despierto. Un aire frío me recibe en casa. Un aire renovado. El ruido atenuado de la ciudad de siempre llega por los balcones. Isabel duerme plácidamente.
Me voy a desayunar que hoy viene Rosa. Ya es viernes. Creo que no tengo que hacer compra. Dejo este escrito. Creo que luego lo reviso. A lo mejor lo mando a mis amigos.
Y hasta aquí el sueño.
Si ustedes son capaces de interpretarlo que suerte.
El título que lleva esta nota es prometedor. Puede que semana a semana vaya compartiendo con ustedes mi perplejidad.
Hasta la semana que viene. Es un deseo. No una promesa.
Besos
Ángel