LA VIDA ES COMO UNA FUNCIÓN DE TEATRO
9 de abril de 2021
Mi debut como espectador de teatro fue a los dieciséis años y lo recuerdo como uno de los momentos más extraordinarios de mi juventud. Se representaba una obra de Luigi Pirandello en el teatro María Guerrero. Así es si así os parece era la función. Una comedia mágica, a medias costumbrista, a medias policiaca. Nada es lo que parece a los ojos de unos burgueses que ven su vida alterada por la presencia de un funcionario nuevo en la ciudad junto con su familia. El director era José Luis Alonso, una leyenda del teatro español de la segunda mitad del siglo y sus intérpretes principales eran Manuel Dicenta con María Fernanda de Ocón y el pequeño y orondo, por estatura, Alfonso del Real y otros que ya ni recuerdo. La escenografía era de Mampaso, otro genio del teatro. Todo gira en torno a las especulaciones sobre la personalidad de cada uno de los personajes principales. Lo que dicen ellos de sí mismos y lo que dicen los demás. Hay un clima de encierro, de reclusión, que nos recuerda mucho de nuestras circunstancias actuales. Creo que alguien encontró muchos parecidos en el juego escénico con la película de Buñuel El Ángel Exterminador. La clausura obligada, las relaciones enfermizas de unos y otros, el misterio. El caso es que para un joven impresionable como era yo entonces -lo sigo siendo- aquello fue un acontecimiento. La magia del teatro, vieja frase de circunstancias, llegó a mi como un descubrimiento. Luego ya me he ido retirando del vicio. Pero de aquellos años recuerdo funciones todavía como si las estuviese viendo ahora mismo. El Círculo de tiza caucasiano, Marat Sade, Divinas Palabras, el Jardín de los Cerezos y tantas otras del teatro universitario y alternativo como Castañuela 70. Tanto en Madrid como en Barcelona, ciudad a la que viajaba mucho en aquellos tiempos y en la que tenía grandes amigos muy involucrados en el mundo teatral, en el Lliure iniciático del barrio de Gracia por ejemplo. Siempre tengo la sensación de que el teatro de aquellos 60, 70 y parte de los 80 fue la edad cumbre del arte dramático en la ciudad de Madrid y en España. Por supuesto con sus excesos, dificultades y hasta ridiculeces, que también las hubo. Por ejemplo, me costaba creer en las obras de la compañía sevillana de La Cuadra o en los gorgoritos trágicos de Nuria Espert. A partir de entonces todo fue cuesta abajo o puede que el que fuese cuesta abajo fuese yo.
Creo que lo que pasó es que la oferta teatral se quedó antigua. La gente joven de mi generación sentíamos devoción por todo aquello que se asociaba con las ansias de libertad, con las emociones. Y ocurrió que la libertad se estrenaba en los escenarios de la vida real, incluso en los mítines de los campos de fútbol, en los festivales solidarios y hasta en el Congreso de los Diputados. Aquella veneración por el teatro y hasta por el cine que hoy llamaríamos culto. Nos tragábamos Bergman, Truffaut y hasta los clásicos rusos con una veneración religiosa. Íbamos a los cineclubs como quien asistía a misa de doce. Aquello pasó a mejor vida.
A partir de aquellos años de la transición la libertad se empezaba a mascar en las calles, en la política, en la música de los estadios de fútbol. La cultura se abrió a nuevos mundos. Se amplió en mucho su marco de referencia. Se profesionalizó. Era ya contabilidad nacional. Su peso se medía en términos de PIB. Empezábamos a darnos cuenta de las carencias monstruosas en accesibilidad popular a los bienes culturales. La fiebre por construir auditorios, museos, teatros y escuelas de arte dramático, de cine y tantas otras estructuras llegaba hasta los pueblos más pequeños. Si unimos a ello la creación de universidades, una por cada barrio casi, de bibliotecas, muchas menos por cierto, de creación de revistas, editoriales, compañías de ballet y bandas de música, creo que nos empachamos de cultura. Y llegó la inflación, la falta de sustentabilidad del sistema.
Y entonces. Entonces llegó el desengaño. Aquello no se podía financiar. Los autores, los creadores, los músicos que habían vivido la efervescencia de las movidas decidieron volver a sus cuarteles de invierno y se puso de moda la introspección, la cocina, el mobiliario, el vídeo y las reuniones domésticas. Migramos de las salas de teatro, los cineclubs a las buhardillas o al chalet de la sierra de los domingos. Tus amigos se separaban de sus parejas y les daba por ir a los sitios de moda Y algunos hasta volvían a casa de mamá. El teatro, la magia del teatro a tomar por saco. Y del cineclub ya nunca más se supo. Ya no era de buen tono hablar de la genou de Claire. Era más divertido hasta el Torrente alquilado en los videoclubs.
El declive nos ha traído hasta los tiempos presentes. Los tiempos de Netflix y de las plataformas. Los tiempos de los grandes eventos. Del teatro musical. Y de los cocineros convertidos en estrellas.
La verdad es que ya no sé de qué venía yo a hablar en estos papeles. Estoy leyendo con enorme placer los diarios que empezó a escribir Juan Marsé en el 2004 por primera vez en su vida. Casi todos los apuntes terminan de la misma forma: ¿para qué me empeño en esto? Late en todo el libro una especie de nostalgia por la cultura anterior a la transición. Una querencia por la cultura de la resistencia y un oído profundo a la cultura chic de los premios y del espectáculo de la prensa rosa.
Seguiré. Seguiremos. Me acaba de contar mi editor que ya tiene colocados y distribuidos todos los libros de la primera edición del Diario de un Confinado. Que ha tenido que ordenar una pequeña reimpresión para dar cobertura a una presentación del libro que prepara. Una sorpresa. Veremos. Mi ilusión sería ir a una edición con todos los contenidos creados a propósito del tiempo de la pandemia. Los del primer libro con el encierro diario más los que empecé a escribir con el primer confinamiento perimetral de la comarca de la Mariña de Lugo y posteriormente las entregas semanales que todavía mantengo.
Besos para todas.
Ángel
POSDATA
Un amigo me hizo llegar un escrito que no tengo más remedio que compartir. Supuestamente está escrito por la persona que en la foto de portada del artículo de la semana anterior posa, desde las alturas de los hombros que la portan, como nueva diosa de la libertad.
No sé qué credibilidad adjudicar al escrito. Juzguen ustedes.
“Soy Ester, la chica del vestido estampado que va a hombros en la foto de Olmo Calvo. Ni soy francesa, ni estoy borracha en ese momento. Solo estaba con un grupo de amigos celebrando la despedida de soltera de una amiga. Vivo en Leganés y trabajo en una oficina de representaciones comerciales con mi padre y dos de mis hermanos. Estoy terminando la carrera de agrónomos y apenas tengo vida social. Esa tarde justamente había ido a comprar al Corte Inglés algunas prendas que necesitaba, entre otras el vestido que llevo. Mis amigos me habían citado en una terraza de la plaza mayor. No suelo beber. Me sienta fatal el alcohol. El vaso que llevo es de naranjada. Se acaban de cerrar los bares de esa zona y coincide mucha gente en la calle. Gente joven, la mayoría españoles. El ambiente es de confianza, de alegría contagiosa. Alguno pone música en su teléfono y muchos bailan. De repente siento que unos chicos que se han puesto detrás mío tratan de alzarme sobre otro que va por delante. No entiendo cómo lo consiguen. El caso es que estoy incómoda y que quiero bajar pero no hay forma. Grito como todo el mundo. El fotógrafo aprovecha ese momento. En uno o dos minutos el chico que me lleva se cansa y me pone en el suelo. Me agrupo con mis amigas y salimos hacia el aparcamiento subterráneo de la plaza de Santa Ana. Al día siguiente veo la foto. Y no soy capaz de reconocerme. Esa es toda la historia“
La función de teatro de la vida sigue.